23.12.10

Un Lugar Común.


Un lugar común.

El amanecer es lugar común para cualquier ser humano, con o sin derechos, con o sin visa, con o sin confesión, con o sin identidad sexual, con o sin tarjeta de crédito. Lugar común del cual uno no es necesariamente un testigo, de hecho habrá algunos especímenes que nunca hayan presenciado uno.

Ya con dudas, apenas en el segundo párrafo, acerca de la legitimidad como lugar común que goce el amanecer (o que importe), hago uso del tema después de leer un relato de Mónica Lavín, publicado en la revista Día Siete con el título de Amaneceres. Dentro de los atributos del amanecer, Mónica le describe como atoronjado, supongo por el color, sin embargo me evocó el sabor: un amanecer sabor toronja y lo sentí en las papilas gustativas responsables del milagro de hacerme saborear y recordar:

Era el 2003 y por primera vez en mi vida emprendía una jornada allende el Bravo, o más allá de cualquier otra línea imaginaria, excepto por las balas y los coyotes, conocida como frontera (seguramente otro lugar común). Literalmente iniciaba el 2003, habíamos -- tripulantes y pasajeros del vuelo Ciudad de México - Frankfurt -- apenas unas horas antes realizado el ritual de recibir el año nuevo sobre Jacksonville Florida. Me sentía emocionado. Emoción de curiosidad y nerviosismo, saturada de expectativas que se presentaba como una cortina sutil de veleidades y alucinaciones tanto existenciales como ordinarias.

Evitaba al máximo levantarme del asiento, para no delatar mi inexperiencia como viajero trasatlántico, aunque viajaba del lado del pasillo y literalmente hasta el culo: sobre la última fila del avión. Después de los asientos baños y camarotes de la tripulación (desde los cuales vi salir a esa azafata, que cuando me ofreció la champañita para brindar por el nuevo año, me pareció una epifanía de la aviación, convertida en una visión sobrenatural después de jornadas interminables de porno por/con internet). Justo al lado del pasillito de los baños, había una puerta de esas que señalan las azafatas al iniciar el vuelo, esperando nunca ser usadas. La puerta era otro lugar común para algunos pasajeros, ya que servía tanto como asiento temporal-en-lo-que-se-desocupa-el-baño, como barra para hacer estiramientos (descubrimiento únicamente mío), soporte de los brazos para apreciar el paisaje o escritorio para las "revistas del corazón", que leían para mi sobresalto y desencanto las azafatas alemanas (pensaba que sólo le entraban a Kant o Habermas).

No recuerdo el número de la vuelta en que tuve la experiencia. Llevaba unos minutos contemplando el paisaje iluminado por la luna, luz poderosa y nítida, cuando empecé a percibir sobre la curvatura del horizonte un resplandor, que de inmediato reflejó sobre mi memoria cansada el fenómeno que se aproximaba. El sobresalto fue tal que de pronto me sonrojé al sentir que el furor le había hecho audible; alrededor la ausencia de desasosiego entre la gente dormida me devolvió una calma que perdí apenas me di cuenta que la había recuperado: me surgió el temor de ser desplazado de aquel lugar común, como ya me había pasado durante el viaje. Entonces pensé que, si algún miembro de la tripulación intentaba persuadirme de renunciar a la primera fila, me haría el loco de que no entendía.

El avión continuaba el vuelo y el fulgor se hacía cada vez más amplio e intenso, de modo que casi toda la silueta de la Tierra se empezaba a dividir en día y noche. Me gire con el corazón intentando salir por la glotis, al percibir movimiento a mi espalda, nada ni nadie. Al regresar al objetivo que me absorbía no pude mantener los ojos abiertos: el resplandor se había convertido en una explosión de luxes (seguramente no hay un luxómetro capaz de registrar tal intensidad), reaccione rápidamente y baje la cortina de plástico que tienen todas las ventanillas de los aviones y de paso me enteré de su función. Volví a levantarla lentamente y pude ver el pequeño círculo culpable de tal aquelarre luminoso. Fui subiendo la ventanita de tal modo que se ampliara mi visión sin incendiar la cola del Boing.

Estaba fascinado con la visión: ¡nos estaba saliendo el Sol... al paso!, de pronto se me ocurrió ver hacia el lado opuesto; y lo que percibí me dio escalofrío, la oscuridad, la cual ahora debido al contraste, parecía profunda y absoluta, desconocida. Fui girando la cabeza de regreso poco a poco, hasta que encontré el punto, plano o espacio donde la noche se convierte en día, viceversa: el lugar o momento en el que Quetzalcóatl asciende del inframundo, renace.

Al sentir un dedo sobre mi espalda, mi sobre-salto (literal) acompañado de un gritito fue tomado con muy poco humor y mucha sorpresa por la señito que me pedía cerrar por completo la ventanita. Hice lo solicitado y me regrese a mi asiento. La pasajera con la que compartía la breve fila estaba cuajada, así que aproveche para echarle otro ojito al Sol, que más que amarillo o anaranjado o atoronjado, como normalmente se ve desde el suelo, a 10,000 metros de altura se ve pálido, puro: pura luz pura. Alcancé a ver su redondez total, me sonreí con Él y cerré la ventanita.

Dormí hasta que sonó el olor del desayuno sobre mi hambrienta-de-luz-de-amanecer humanidad. 

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